El sol del mediodía golpea con toda su fuerza en la colonia Condesa de Ciudad de México. Me detengo en el cruce de Michoacán y Avenida México en espera de la luz verde para los peatones. Aprovecho el instante para otear el sitio que Alberto Guerra eligió para nuestro encuentro. Luego de un rápido vistazo, lo distingo en una pequeña mesa que está al pie de la puerta principal. “Y lloro, sin que sepas que el llanto mío tiene lágrimas negras, tiene lágrimas negras como mi vida”. Un guitarrista entona el bolero escrito por Miguel Matamoros y que, cuando visitas La Habana, puedes escuchar casi en cada esquina. Él se levanta y estrecha mi mano. Está por terminar su desayuno: un croissant y café americano. “Qué mejor contexto para comenzar nuestra charla que esta canción, ¿no?”, acoto. El actor asiente con la cabeza y gracias a su mirada, enfocada hacia el músico, prácticamente me puedo trasladar hasta la capital cubana, a ese entronque de Paseo de Martí y Calle 1ra, desde donde se puede partir hacia cualquier punto de la encantadora urbe. Alberto tenía 13 años cuando dejó La Habana, “un poco en contra de mi voluntad”, confiesa. “Por diferentes circunstancias, mis padres debieron tomar la decisión. Creo que mi madre un poco más para que yo tuviera la oportunidad de escoger qué quería hacer de mi vida en un futuro”, completa. Eran los primeros años de la década de los 90, “un tiempo complicado para la isla porque atravesaba el Periodo Especial del embargo de Estados Unidos”. Guerra partió de su ciudad natal, dejando atrás una infancia entrañable, de libertad absoluta. “Vivía en un lugar en el que mi mamá nunca se preocupaba de que me fueran a asaltar o secuestrar. Si me desaparecía un día, me tocaba un regaño al regresar a casa, pero sabían que me había brincado la escuela para irme a la playa con mis amigos. Ese tipo de soltura y tranquilidad que puede tener un niño de 10 o 12 años”.
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