Luka Modric sólo le pone una exigencia al equipo de producción durante el transcurso de la sesión de fotos para GQ España: que no le toquen el pelo. Defiende su peinado con una obstinación jocosa, recolocándoselo en su sitio con una carcajada tras cada intento de la peluquera de darle un aire más moderno. Siempre lo ha llevado así –salvo cuando se vio obligado a cumplir con el servicio militar en Croacia y tras la consecución de su primera Champions League– y no lo quiere cambiar. Ni siquiera con motivo de una producción de moda como ésta y pese a la insistencia de la make up artist. Parece que para Modric, una estrella discreta que sólo tolera los focos cuando lo iluminan en un estadio de fútbol, cambiar de peinado es una extravagancia innecesaria, una excentricidad que casa mal con su espíritu de jornalero del fútbol cumplidor y diligente. Pero ese estilismo capilar que luce desde la infancia también podría interpretarse como una especie de hilo emocional que conecta al que hoy es considerado el mejor jugador del mundo con todos los Luka Modric de su pasado. Escribía Borges que nos aniquilaría ver la ingente forma de nuestro ser y que, piadosamente, Dios nos depara sucesión y olvido. Pero Modric no ha olvidado de dónde viene ni quiere olvidarlo. Y aquel niño refugiado de la guerra de los Balcanes que empezó a jugar al fútbol en Zadar, pese a las reticencias de los técnicos que nunca le vieron hechuras de futbolista, ya llevaba la raya en medio. Tal vez, después de todo, ese hachazo en mitad de la cabeza tan personal como simbólico es en el fondo un homenaje a ese joven que ha tenido que fajarse como pocos para alcanzar la gloria. Los valores no se canjean por la moda, parece contarnos, tu historia es más importante que tu Stories de Instagram.
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